RAPHAEL - ¿Y cómo es él?
8 de October, 2007BREAK MUSICAL
BREAK MUSICAL
Recientemente he leĂdo este blog y me he dado cuenta de que solamente publico cuando ando nostálgico, arrechamente enamorado, melancĂłlico o , simplemente, desesperado…
Buee… supongo que mantengo con ello que, en mi caso, escribir se trata de un proceso catártico. He estado pensando en la posibilidad de publicar aquĂ más a menudo aunque mis textos no sean tan viscerales (veremos si soy capaz de cumplir con esta sugerencia que me hago a mĂ mismo).
El texto que presento a continuaciĂłn pertenece al baĂşl del olvido (leerlo me ocasiona siempre un arranque nostálgico). El texto original (tal como lo presento) fue escrito hace mil o dos mil años atrás cuando yo todavĂa era joven. Estuve a punto de reescribirlo de otro modo (probablemente lo haga a corto plazo), pero pienso que primero merece ser compartido tal como está.
“El principito de los sueños” lo escribĂ luego de haber estado un rato con ella… luego de haberla abrazado en casa de su familia y de haberme despedido tras haber jugado un rato con sus hermanitos (mis pequeños “cuñaos” como le decĂan mis amigos a ese par de niños). Recuerdo que me quedĂ© con ganas de pasar más tiempo con ellos, pero debĂ partir por ese dĂa. LleguĂ© a mi casa, y en una hoja de papel escribĂ lo que habĂa visto en sus ojos.
(suspiro)
…el pasado está bien en su lugar, pero sigue siendo cierta la frase: “El pasado es la Ăşnica cosa muerta cuyo aroma es dulce”.
Acuario Escritor.-
EL PRINCIPITO DE LOS SUEÑOS
No mide más de un metro treinta centĂmetros, cuerpo esbelto y delgado, un niño a simple vista.
El mentón pronunciado; de frente amplia, cubierta por su cabello color amarillo ocre que cae lacio y abundante. La cara alargada, nariz perfilada y labios que se ven más rojos de lo que son a causa de la palidez de su rostro.
Sus ojos fueron la Ăşnica cosa que jamás olvidĂ©, aquellos ojos castaño claro con tonos verdes, debajo de un ceño que alternaba continuamente entre lo fruncido y lo jovial, pero en todo instante una mirada pensativa, a veces de tristeza pero nunca de melancolĂa. Una mirada siempre profunda pero suave y agradable a la conciencia limpia. El perfecto reflejo de un alma pura e ingenua pero a la vez de alguien maduro y desconfiado; unos ojos capaces de perdonar y olvidar pero que nunca vuelven a ver como antes.
Como siempre, está con los pies descalzos. Pies delgados y limpios que jamás oculta tras medias o zapatos, son el sĂmbolo de una desnudez de la que no tiene conciencia.
Justo ahora tiene puesta sus mejores galas, su pantalĂłn negro ajustado, su franela blanca y la chaqueta roja con detalles negros que tiene hombreras doradas de militar del siglo XIX; en la mano derecha su guante blanco de jugar que sĂłlo usa en ocasiones especiales.
Me ha dicho que está feliz de que lo haya vuelto a encontrar, me ha dicho que lo tenĂa olvidado y me ha pedido que nunca más nos volvamos a separar.
Al oĂr sus palabras mis ojos ceden a la sensibilidad y me resulta imposible dejar de soltar una lágrima que no sĂ© si es de tristeza por el tiempo perdido o de felicidad por haberlo encontrado.
Cuando fui niño Ă©l fue mi mejor amigo, mi hĂ©roe y mi modelo a seguir. Antes Ă©l era “El prĂncipe de los sueños”. Ahora es “El principito de los sueños”.
Es poco lo que recuerdo pero sĂ© que con Ă©l puedo hacer todo lo que quiera, desde cantar una canciĂłn hasta volar más allá de las estrellas estando siempre bajo el mar. Una gota salada que cae de mi cara le dice cuanto lo habĂa extrañado y cuanto ansiaba conseguirlo de nuevo.
La falta de su presencia era el vacĂo que habĂa en mi pecho y Ă©l era lo que buscaba sin saber. Al fin lo tengo de nuevo y lo puedo ver, como lo hago ahora, a travĂ©s de tus ojos.
Es ahà donde lo he hallado, en esa hermosa combinación de marrón y miel que puso Dios en tu cara. Cuando se encuentran nuestras miradas, ahà lo puedo ver, contento cada vez que te abrazo, pidiéndome que no lo abandone y haciéndome sentir lo mucho que lo necesito para ser un ser completo y un ser feliz.
Definitivamente el Principito de los Sueños está en ti.
Hoy leo esto y me parece cursi… supongo que los versos de Neruda serán cursis para algunos (asĂ como la historia del Exorcista es absurda para otros y la mĂşsica de unos es ruido en diferentes oidos…)
…no soy el mismo de ayer… (me alegro de haber escrito este texto cuando lo sentĂa “real”, aĂşn le tengo cariño a estas palabras).
Llego a mi apartamento al salir del trabajo. La puerta de hierro se cierra detrás de mĂ impulsada por una corriente de aire y suena como un yunque arrojado con rabia. En la cocina me esperan los platos sucios del almuerzo que me preparĂ©, restos de pollo congelado y maĂz enlatado calentado en el microondas. La greca con cafĂ© que hice a las seis de la mañana tambiĂ©n espera su turno para ser lavada.
Un escalofrĂo recorre mi espalda mientras pienso en todo lo que tengo pendiente por hacer. La mitad de toda la ropa que poseo en el mundo descansa sucia en el baño desde hace más de un mes. Ayer echĂ© una carga a la lavadora pero aĂşn deben quedarme como cuatro para terminar. Me asusta que las palabras no me salgan si me pongo a escribir en la computadora la historia de Elena… Juan Carlos se mudĂł a Monterrey y ni siquiera le di mis buenos deseos… Gelena se casĂł y además de llegar tarde a su boda no hice nada por ella (ni siquiera una mĂsera letra expresando un quinto del cariño que le tengo… que es todo el cariño que se puede sentir por una “mejor amiga”)… mi más querido primo empezĂł hoy su carrera universitaria y no me he atrevido a desearle suerte… mi madre se ha quedado sola nuevamente y deberá enfrentar su propia vida pues he traĂdo conmigos los fantasmas que nos hicieron compañĂa a ambos…
Me armo de valor, me fumo el último cigarrillo de la media caja que compré anoche y decido ir al centro comercial a preguntar por la cámara de video que deseo comprar para trabajar con mayor independencia del canal. No la consigo y regreso al apartamento. Me digo que debo sentarme a escribir. Siento miedo.
Pienso en… no, no pienso… siento (que es otra cosa) el amor (PALABRA CURSI DE MIERDA) que nunca he experimentado por más de una noche… pienso (perdĂłn)… SIENTO (que es otra cosa) en la libertad que debe acompañarlo… el amor (PALABRA CURSI DE MIERDA) no se obliga… soy un “bebĂ©” en estas cuestiones… apenas vine al mundo ayer (ya me lo han dicho dos veces… debe ser cierto)….
Tengo miedo.
Me digo (como tantas veces lo he hecho desde hace más de 15 años) que debo sentarme a escribir para sacarme de la cabeza la historia que me tiene dando vueltas desde hace rato… y tengo miedo de que no me salgan las palabras (peor aĂşn… tengo miedo de que me salgan y sean una mierda)… quiero hablar con alguien… levanto el telĂ©fono sin saber a quien voy a llamar y descubro que me lo han cortado (no lo paguĂ© el mes pasado)…
“El amor es el mutuo reconocimiento de dos libertades”. Si tocan a mi puerta no dejarĂ© pasar a nadie… a la puerta de mi apartamento… mucho menos a la puerta de mi ser.
(Suspiro)…
He vuelto a mi rutina. No quiero perderme otros diez años leyendo libros y jugando en la computadora. No quiero. Debo ponerme a trabajar en algo.
Dios… tengo miedo.
Cuando no quiero decir algo pero siento (no pienso… lo escribĂ bien esta vez, SIENTO) que debo decirlo, lo digo en inglĂ©s… dam it!
I’m so scared… I’m so scared to be alive…. I’m so fucking scared to be alive!!!…
…y apenas ahora me estoy dando cuenta…
Veo mi reflejo en el espejo… y me doy cuenta de que me asusta la sonrisa del personaje de ficciĂłn en el que se ha convertido mi propio rostro…
¡Feliz año!
Dentro unas seis horas aproximadamente se termina mi perĂodo vacacional de este año en el trabajo. Fueron mis primeras vacaciones en el canal. Hace 24 dĂas salĂ de Caracas y me fui a mi disfrutar de mi tiempo libre en mi casa materna en Maracay. El sitio en donde crecĂ hasta que me vine a Caracas (no recuerdo el año exacto… creo que fue en 1998).
Quienes me conocen saben que nunca he perdido la costumbre de visitar la casa en la que todavĂa vive mi madre… voy todos los fines de semana (excepto cuando tengo guardia en el trabajo). Siempre iba a pasar allĂ las vacaciones intersemestrales de la universidad hasta que empecĂ© a trabajar.
Cuando lleguĂ© a la vieja casa al inicio de estas vacaciones, caĂ en cuenta de que no pasaba una semana allĂ desde marzo del año pasado. SolĂa pensar que mi hogar seguĂa estando en Maracay a pesar de tener casi 10 años viviendo en Caracas. He regresado con la idea de que no volverĂ© a pasar otra semana en mi pequeña ciudad natal hasta el prĂłximo año más o menos por esta fecha. Por primera vez desde que me vine a Caracas estoy pensando en “acomodar” mi habitaciĂłn aquĂ. Las paredes de mi cuarto piden pintura a gritos y un aire acondicionado no serĂa una mala idea. Tal vez hasta me anime a contratar un servicio de TV por cable, siempre que me pueda permitir el gasto dentro de mi presupuesto.
Tengo 29… 29 años.
A veces (como en el perĂodo que acabo de pasar desparecido de estos lares), siento ganas de “borrarlo todo y empezar de nuevo”. Desde hace ya un buen tiempo me “obsesiona” encontrar el “sentido de la vida” (por más clichĂ© que pueda sonar). A veces siento que es mejor no pensar en ello… mientras más profundizo dentro de mĂ, más me convenzo de que nuestro paso por el mundo no es más que un mal chiste, un accidente sin sentido que no debe tomarse en serio…y me niego a creerlo.
En todo caso… es hora para mĂ de empezar un nuevo perĂodo (por lo menos en sentido laboral).
La existencia tiene una particularidad: Nada se puede borrar realmente. Puedes dejar atrás algunas cosas, e incluso olvidar sucesos que te ocurrieron y que (de forma conciente o inconciente) desechaste de tu vida… pero siempre quedarán en ti las marcas de tu pasado.
Jamás podrás hacer “borrĂłn y cuenta nueva” (Thomas Wolfe lo dijo a su modo: “You can’t go home again”). Las marcas siempre serán visibles como los trazos borrados en un papel que se expone a la luz. No quiero volver a engañarme a mĂ mismo más nunca… probablemente sea por eso que he dejado de hablar conmigo durante tanto tiempo. AsĂ que sĂłlo me dirĂ© lo siguiente: no puedo borrar nada de mi pasado, sĂłlo puedo aprender a lidiar con Ă©l y a no ver en esa hoja lo que no necesite ver. No necesito leer los tachones, no necesito releer los pasajes agradables con los que aprendĂ a escribir ni buscar a la luz del sol los fragmentos que borrĂ© en algĂşn momento… no tengo que hacerlo si no quiero… me basta con saber que están allĂ… y que seguirán estando allĂ cuando necesite echarles una ojeada…
Me gusta pensar que todavĂa hay mucho espacio en blanco para seguir escribiendo.
Bien lo has dicho y estoy de acuerdo: “vale la pena esperar”. ValiĂł la pena esperar toda una vida (y tal vez más) para conocerte (o volverte a encontrar)… y siento que sigue valiendo la pena esperar por un momento de intimidad bien llevado en lugar de pasar un mal rato. Pero hay ocasiones en las que no se puede. AsĂ que hoy no espero y te envĂo un beso. RecĂbelo ahĂ… donde te gusta… te envĂo “nuestro beso”… te toco con mis labios al lado de tu ojo mientras mi mano se posa en tu corazĂłn para sentir la realidad de este instante. Te siento latir mientras estás conmigo, y entonces te abrazo. DĂ©jame, por un momento, oirte suspirar mientras poso mi barbilla sobre tu hombro y mi pecho contra el tuyo para fundirme contigo. DĂ©jame respirar en tu cuello y abrazarte fuerte, fuerte, fuerte… tan fuerte que comienzo a sentir de nuevo que soy parte de ti.
DĂ©jame, por una noche, dejar de esperarte y sentirte conmigo. DĂ©jame de nuevo llenarme de tu olor mientras te recorro con mis dedos. DĂ©jame decĂrtelo una vez más porque, simplemente, ya necesito decirlo otra vez: te amo.
DĂ©jame cerrar los ojos para contemplarte durmiendo en la cama, dĂ©jame escribirte… pues sĂłlo asĂ podrĂ© descansar…
Cuando lo hayas encontrado, anĂłtalo.
Charles Dickens.-
Parte 6 – Lo que aún no ha sido escrito
No soy precisamente un niño, pero tampoco soy un anciano de ningún modo.
Desde que tenĂa 12 años de edad recuerdo haber dicho que no querĂa crecer. Cuando cumplĂ los 25 comprendĂ el significado de aquella frase que dice: “no me arrepiento tanto de los errores que cometĂ, sino de todo los que no cometĂ”.
Supongo que aĂşn tengo chance para seguir cometiendo errores (como escribir “pendejadas” innecesarias e inoportunas). Pero el tiempo pasa demasiado rápido si no se toma conciencia de que las cosas cambian mucho más de lo que somos capaces de ver en el pĂrrico lapso de 24 horas. Muchas memorias se han perdido por no haber sido escritas a tiempo. Menos mal que Dios inventĂł las cámaras y el internet para mantener el presente registrado.
Aún me queda mucho por escribir, pero por el momento creo que ya he escrito lo suficiente en este documento. Me gusta pensar que aún me queda más por leer que por escribir.
A veces imagino al abuelo Carlos (ese gran desconocido) como un español de ojos azules caminando delante de un caballo que carga a la joven Oliva a travĂ©s de los parajes de las montañas tachirenses. Otras veces trato de imaginar a mis tĂas y tĂos cuando fueron niños, pero son imágenes que me resultan casi imposibles concebir.
Al menos he esbozado algunas de mis memorias. SĂ© que muchos de mis primos disfrutan con sus historias personales (yo he disfrutado un mundo con los cuentos que Javier me relatĂł de su infancia en Humuquena y La Grita). Me gustarĂa saber más de los recuerdos de mis primos. Me gusta pensar que nunca serĂ© demasiado viejo ni demasiado joven para leer y escribir; aunque casi siempre soy demasiado flojo para ambas cosas (sobre todo para escribir).
Ojalá y algĂşn dĂa pueda darle mejor forma a estos recuerdos… al final son ellos lo que forma el lazo que nos une.
[Finalizado el domingo, 18 de septiembre de 2005]
La tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que uno es joven.
Oscar Wilde.-
Parte 5 – La vejez y la juventud
La Ăşltima vez que vi a la abuelita Oliva ella parecĂa una muñequita en su cama. TenĂa trenzado el cabello blanco que le llega debajo de la cintura. VestĂa una bata rosada y por momentos tenĂa la mirada perdida en el vacĂo de la pared de enfrente. Cuando entrĂ© en la habitaciĂłn ella estaba hablando de traer yuca de la finca, de hacer el almuerzo, de ordeñar las vacas y de quiĂ©n habĂa comido y quiĂ©n no. En algĂşn momento volviĂł sus ojos hacia mi rostro y (para sorpresa mĂa) me reconociĂł. “Trinita mire quiĂ©n está aquĂ” dijo con su voz temblorosa, “¡Ay señor! Pero si es el niño Acuario, el de las poesĂas”… “¡Dios me lo bendiga!”. Me hizo varias veces la señal de la cruz en el aire y luego volviĂł a su propio mundo.
De mis disparates de juventud lo que más pena me da no es el haberlos cometido, sino el no poder volver a cometerlos.
Pierre Benoit.-
Parte 4 – Las Aventuras
Los recuerdos que tengo de las aventuras que vivĂ en La Grita y sus alrededores no están en mi memoria de forma clara sino más bien como si estuvieran envueltos en una neblina brumosa. Si los recuerdos fueran una montaña, supongo que en este momento yo serĂa un auto tratando de atravesar una carretera desconocida aunque vagamente familiar que bordea la montaña y que voy reconociendo poco a poco a travĂ©s de la niebla del páramo y de los vidrios que se empañan constantemente mientras me adentro en ella. Mis aventuras de niño se me presentan como las imágenes desdibujadas de un ebrio que se despierta con resaca al dĂa siguiente, llenas de espacios vacĂos y sin una continuidad coherente. La más vĂvida de esas imágenes es la que tengo caminando hacia el “caño” de La Honda.
No estoy muy seguro de la edad que tenĂa entonces (como suele suceder cuando se habla de memorias de la infancia), supongo que entre 8 y 10 años. Caminaba descalzo hacia el pozo de La Honda, las piedras lastimaban mis pies de niño que, hasta ese momento, habĂan permanecido vĂrgenes de caminos de tierra y de piedra. Mamá nos habĂa dejado a mi hermana y a mĂ en la finca. Por primera vez en nuestra vida estábamos sin papá ni mamá que nos vigilara constantemente, estábamos solos. Claro, tĂo Virgilio, tĂa Trina, los obreros, los demás primos y cualquier otro adulto que estuviera por ahĂ estaban pendientes de nosotros, pero aĂşn asĂ estábamos libres por vez primera mi hermana y yo. No recuerdo haber echado de menos a mamá mientras estuve ahĂ.
Era de mañana cuando me dirigĂa hacia el pozo, el resto de los primos se habĂan ido un poco antes de mĂ. Mientras caminaba con las pantuflas en la mano y sin mi franela puesta, pensaba en el agua del caño y en lo que los hijos del tĂo Carlos me habĂan dicho: “Acuario, el que viene por primera vez a La Honda tiene que caminar descalzo el camino de piedra hasta el rĂo”. No habĂa nadie vigilando para que yo cumpliera la norma de caminar descalzo, pero recuerdo que me querĂa probar a mĂ mismo. Los pies cada vez me dolĂan más mientras avanzaba. Recuerdo el olor a bosta de vaca y la brisa que aligeraba apenas el abrasante solazo. El camino se perdĂa en el horizonte en una curva, habĂa que caminar un buen rato antes de llegar al agua. Los pies me dolĂan cada vez más. A mi lado veĂa de reojo las vacas pastando. Caminaba apresurado, temeroso de que uno de aquellos animales se volviera loco y arremetiera contra mĂ, como ya le habĂa pasado a alguno de los primos segĂşn las historias que me habĂan contado. Me acordĂ© de la serpiente muerta que CĂ©sar me habĂa mostrado el dĂa anterior mientras tĂo Virgilio lanzaba los dados con un pequeño vaso sobre el tablero de Ludo. CĂ©sar mantuvo la culebra muerta agarrada por el extremo de la cola mientras yo no me atrevĂa ni siquiera a acercarme por miedo. “Es una mapanare”, dijo, “se reconoce por la piel”. Uno de los obreros se la ayudĂł a matar. La serpiente habĂa salido en el camino que llevaba hacia el caño. Supongo que fue a raĂz de ese recuerdo que decidĂ ponerme mis pantuflas. Y, por supuesto, echĂ© a correr hacia el caño.
CorrĂ como sĂłlo se puede correr cuando se tienen entre ocho y diez años de edad y se está completamente solo en un camino de tierra y de piedra rumbo a un pozo de agua fresca en un dĂa caluroso. Una curva me mostrĂł que el camino llegaba a su fin, divisĂ© por encima de una roca, de unos dos metros de altura, a Carolina, tenĂa el cabello mojado del agua del rĂo y me hacĂa señas con la mano. Aunque no me quedaba mucho aliento para correr, apresurĂ© el paso. Cuando lleguĂ© finalmente, todos mis primos estaban allĂ. DejĂ© las pantuflas en la orilla y me zambullĂ en el agua fresca del rĂo.
El sol me quemĂł la espalda ese dĂa como nunca antes. Era la primera vez que no estaba mamá para echarme protector. Cuando llegĂł la noche me dolĂa tanto la espalda que no podĂa dormir, me tuve que acostar boca abajo para poder quedarme dormido. Y aĂşn asĂ estoy seguro de haberme dormido con una sonrisa.
Lo siguiente que recuerdo no es tan nĂtido. Recuerdo tomar agua e’ panela en un envase de vidrio de mayonesa mientras estoy sentado a la sombra, aĂşn sin franela y con mi espalda pelándose del sol recibido. Hay una hoja frente a mĂ con varios garabatos y muchos nĂşmeros. Los dados rebotan mientras espero mi turno para jugar a la “Generala”.
En otro lugar, en otro tiempo, veo a la Nena (la hija de tĂo Carlos) vestida con unos jeanes y sentada en una cerca de madera. Contempla con un rostro que es mezcla de asco y fascinaciĂłn un suelo manchado de sangre. A su alrededor están sus hermanos, uno de ellos tiene un cuchillo afilado con el que pela una fruta (creo que es Juan Bautista pelando una naranja) mientas mi hermana y yo vemos la escena. Una vaca descuartizada… o lo que queda de ella yace en el suelo. Esa noche cenamos carne.
Recuerdo la fascinaciĂłn que me producĂa el fuego en esa Ă©poca. Comprar fĂłsforos sin que lo supieran los adultos era toda una aventura. Hasta recuerdo a tĂo Virgilio entrando a una habitaciĂłn y mirarnos suspicazmente mientras murmura: “Mire, mire, mire… AquĂ huele fĂłsforo, fĂłsforo, fĂłsforo”. Y nosotros asustados pensando que nos iba a regañar.
Recuerdo haber subido a una mata de mamĂłn, en algĂşn lugar. Pero en este caso se trata de una imagen inerte. Nada se mueve. Hay un camino de tierra y hace frĂo. Creo que tĂo Cheo es quien nos llevĂł a ese lugar. Luis Bernardo está cerca de mĂ en la mata tambiĂ©n. Eso es todo.
Hay muchos momentos más… pero son difusos y poco concretos. Algunos son olores, otros sonidos, otros son de una sensación extraña, como si hubiera estado corriendo en el páramo o durmiendo con asma arropado con sábanas de lana.
PodrĂa comenzar a contar sobre las veces que los Noguera-Ostos, hicieron enojar a tĂo Jacinto y sobre las tardes en la piscina de Humuquena. PodrĂa contar sobre los triquitraques y los tumba-ranchos que Alejandro, CĂ©sar y Carlos Virgilio usaban para animar los diciembres. PodrĂa incluso contar historias de Gregorio y Carlos Tomás, de esas que terminan en problemas y carcajadas. PodrĂa hablar de los viajes a los páramos y de las excursiones nocturnas de los primos alrededor del pueblo. Pero la mayor parte de esas anĂ©cdotas no son mĂas sino de aquellos que las protagonizaron.
El pueblo no ha cambiado tanto. Mirar por Jointner Avenue es como mirar a travĂ©s de un delgado cristal de hielo… A travĂ©s de Ă©l puedes mirar tu infancia, ondulante y brumosa. Hay lugares donde se pierde en la nada, pero la mayor parte sigue estando allĂ, intacta.
El Misterio de Salem’s Lot.-
Stephen King
Parte 3 – El Pueblo
Casi todas las calles del pueblo de La Grita son calles inclinadas. Bajar corriendo desde la iglesia del Santo Cristo era una de las cosas más divertidas que hacĂamos despuĂ©s de ir a misa (cosa que hacĂamos a menudo). En Maracay todo es plano, correr aquĂ no era igual que bajar trotando la calle inclinada desde la BasĂlica hasta la casa de la abuelita Oliva; además, era la oportunidad perfecta para escapar del yugo vigilante de la madre que siempre nos mantenĂa a su alcance. En ningĂşn otro lugar del planeta tierra nos soltaba mi madre fuera de casa de modo que pudiĂ©ramos separarnos de ella corriendo por nuestra cuenta sin ser vigilados. Mi hermana y yo disfrutábamos de aquel trote de niños por la angosta acera que bordeaba una calle poco transitada.
La bodega de don RamĂłn (si acaso mi memoria no tergiversa el nombre) quedaba en una esquina del lado izquierdo bajando media cuadra desde la casa de la abuelita. Don RamĂłn vendĂa los Ăşnicos helados de “a medio” que conocĂ en mi vida, o sea que con un bolĂvar uno podĂa comprar cuatro helados. Eran de color rojo (no sĂ© si sabor a fresa o frambuesa) servidos y congelados en pequeños vasos de plástico (de los que normalmente se usan para servir cafĂ©). Me parece recordar que en una ocasiĂłn tĂa Virginia nos enviĂł a comprar helados para todos. Nos dio un billete de diez bolĂvares que fue suficiente para cuarenta helados de sabor artificial a fresa… o frambuesa.
La casa de tĂo Jacinto quedaba “lejos” de la casa de la abuelita Oliva, habĂa que caminar más de cuatro cuadras. Lo mejor de ir a la casa del tĂo Jacinto era subir al Ăşltimo piso y pasar todo el dĂa jugando en la mesa de ping pong. A cada rato alguien botaba la pelota por la ventana y habĂa que bajar a buscarla a la calle. Cerca de aquel lugar quedaba “el estadio”. Aquello se veĂa grandĂsimo ante mis ojos. Era un campo de fĂştbol siempre disponible para pasar la tarde pateando un balĂłn.
El cine era otro de mis lugares favoritos del pueblo. La Ăşltima pelĂcula que vi allĂ fue “Indiana Jones y la Ăşltima cruzada”. La pantalla mostraba escenas propias de una cinta desgastada por el uso y la baja calidad. Cuando la funciĂłn tenĂa alrededor de unos veinte minutos de haber comenzado, la pelĂcula se suspendiĂł de repente y quedamos en la oscuridad, los asistentes expresaron su descontento con silbidos y frases como: “¡devuĂ©lvanme mis veinte bolos!”. Pasados un par de minutos se reanudĂł la funciĂłn en una escena distinta a aquella en la que se habĂa cortado antes. Alejandro JosĂ© (que estaba sentado a mi lado) me dijo al oĂdo: “En Caracas tĂş llegas a decir en el cine que te devuelvan los veinte bolos que pagaste y lo que pueden hacer es entrarte a patadas”.
Recuerdo el sabor de la chicha y de los pasteles en el mercado de La Grita. Pero ya he olvidado cĂłmo era el mercado.
En una ocasión Lito me pidió que lo acompañara a llamar por teléfono. Cuando salimos de la casa de la abuela le pregunté:
- ¿En dónde quedan los teléfonos?
- ¿Tú ves esa torre que está allá? – dijo señalándome un lugar que me pareció lejano hacia la parte de arriba de la calle inclinada.
- SĂ.
- Pues para allá vamos.
- Claaaaaaaaro – contesté pensando que estaba bromeando.
La torre se veĂa muy alta y muy lejos como para llegar caminando (o al menos eso pensĂ©). Para mi sorpresa caminamos en esa direcciĂłn durante un rato hablando sobre cualquier cosa y llegamos antes de que me diera cuenta. Lito sacĂł unas monedas e hizo una llamada telefĂłnica a Cumaná. El regreso se me fue igual de rápido. Ese dĂa experimentĂ© por vez primera que, a veces, los lugares a los que quieres llegar no están tan lejanos como te lo muestran tus ojos.
La iglesia del Santo Cristo siempre me intimidĂł un poco. Supongo que todas las iglesias antiguas lo hacen. Recuerdo la estatua del Cristo que se supone que fue hecho por los ángeles. Recuerdo las imágenes de los demás santos esculpidos. Y recuerdo una estatua de la Virgen MarĂa que siempre sentĂ que me miraba sin importar hacia dĂłnde me moviera.
La plaza del pueblo, una estaciĂłn de gasolina, el terreno que se usaba para estacionar los autos, el local al que podĂamos ir a jugar Nintendo (creo que se llamaba “VĂdeo Leo”), la pizzerĂa, la otra iglesia, la arepera de la esquina de arriba y los lugares que no recuerdo forman el resto de La Grita, la gran parte que se encuentra en mi baĂşl del olvido.
A veces pienso que en realidad yo nunca he estado en ninguno de los lugares que he mencionado. Son sólo los recuerdos que me regaló un chico de 12 o 13 años que raras veces he vuelto a ver en el espejo.
No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitĂł de la noche a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno trepĂł por las paredes. Cuando ya no hubo un lugar pelado en los patios, la maleza rompiĂł por debajo el cemento del corredor, lo resquebrajĂł como un cristal, y salieron por las grietas las mismas florecitas amarillas que casi un siglo antes habĂa encontrado Ăšrsula en el vaso donde estaba la dentadura postiza de MelquĂades.
Gabriel GarcĂa Márquez,
(Cien años de soledad).-
Parte 2 - La casa de La Grita
Yo ya he confesado que tengo más de diez años sin ir a La Grita. En honor a la verdad deben ser trece o catorce años para ser un poco más preciso. Trece o catorce años es mucho para mĂ. Es prácticamente la mitad del tiempo que llevo con vida.
Y francamente no tengo muchas ganas de visitar la vieja casa de La Grita en este momento. Creo que si tuviera la oportunidad de pasar allĂ una noche de fin de semana buscarĂa una excusa para no ir. He oĂdo que se encuentra en muy mal estado.
Ya nadie vive allĂ.
Nadie me ha hablado con detalles sobre el estado de las paredes expuestas a la humedad, ni sobre el “solar” de atrás abandonado a las hierbas silvestres que crecen desde las esquinas hasta llegar a la cocina que más de una vez mantuvo seis o siete tĂas cocinando al mismo tiempo junto a la abuela para un batallĂłn de niños, esposos, tĂos, compadres, amigos y hasta gente cuyo Ăşnico vĂnculo con la casa pudo ser el hambre.
Subir de nuevo por las escaleras color terracota hasta el cuarto de tĂa Trina y tĂo Virgilio no será lo mismo si al asomarme a la puerta sĂłlo podrĂ© mirar muebles cubiertos con sábanas blancas en vez de unos ocho o diez primos tratando de acomodarse en la cama y las sillas para ver una pelĂcula en el Betamax que los hijos de tĂo Carlos trajeron desde Caracas; igual será si no puedo ver en la sala contigua a por los menos cuatro o cinco primos jugando sentados en el piso el Ăşltimo juego de “Intelevision” (o Atari) con el que CĂ©sar y Carlos Virgilio están presumiendo de ser los mejores.
El pequeño cuarto de MariangĂ©lica seguramente ya no está atestado de juguetes pasados de moda, sino cerrado con llave para que nadie quebrante su soledad. En las otras habitaciones los juguetes que queden en los estantes me mirarĂan con ojos vacĂos al igual que los cuadros de las paredes sobre un tocadiscos que fue abandonado por obsoleto.
Y de seguro no hay nadie haciendo cola para ir al baño.
El agua caliente no debe ser un problema cuando alguien toma una ducha porque el calentador de gas se quedĂł sin lumbre hace ya mucho tiempo; y eso de que alguna vez los turnos para tomar una ducha a las siete de la noche se pedĂan desde las cinco de la tarde, no serĂan más que otra anĂ©cdota sin importancia de cuando Los Noguera venĂan en tropel a celebrar navidades, año nuevo o a pasar las vacaciones de agosto con sus hijos.
Incluso las escaleras de madera que llevan al tercer piso ya no sirven de sillas para los adolescentes que una vez las usaron para matar sus ratos de ocio contando historias y hablando de cosas de su tiempo que ya son tan intrascendentes que nadie es capaz de recordar. La brisa frĂa del páramo que sopla sin barreras en el tercer piso sĂłlo huele a aire limpio y hĂşmedo traspasando las paredes de los cuartos y borrando cualquier otro aroma que alguna vez hubo allĂ.
Pero aĂşn las paredes deben conservar algo de vida.
Estoy seguro de que si me quedara a dormir en esa casa una noche completa serĂa capaz de escuchar el eco de las risas infantiles a travĂ©s de los muros. Probablemente, de noche, el frĂo me cale los huesos como si visitara de nuevo la tumba del abuelo Carlos en el cementerio durante un dĂa hĂşmedo, sin alegrĂa ni tristeza. IrĂa caminando en pantuflas hasta la cocina y escucharĂa el ruido de las ollas que se mueven solas tratando de darme, por propia costumbre, una arepa con suero y queso cuajada para desayunar o almorzar o cenar o merendar; abrirĂa un anaquel que aloja una araña pequeña que se desliza en la oscuridad exhalando todavĂa un aroma de quesadillas reciĂ©n traĂdas de la bodega mientras una sombra oscura o un ánima del purgatorio, sacada de un cuento de Socorro, gime a lo lejos en un chillido apagado que sĂłlo yo podrĂa escuchar.
El sonido de las risas en los muros es más fuerte en el Ăşltimo piso. AllĂ dejan de ser risas y se convierten en carcajadas. Inevitablemente yo empezarĂa a sonreĂr y me sentarĂa en una de las camas para sentir el calor frĂo del algodĂłn que cubre los colchones.
Si estuviera mucho tiempo en el piso de arriba, comenzarĂa a escuchar ruidos abajo; del mismo modo que escucharĂa ruidos en el Ăşltimo piso si me mantuviera mucho tiempo en la sala contigua a la puerta de entrada. Los ruidos que se escuchen abajo serĂan las pisadas de los tĂos que llegan cargados de guacales con comida traĂdas de todas partes de Venezuela, pero en especial de La Honda. El murmullo de alguna puerta que oscila hablarĂa en el mismo idioma de tĂo Virgilio cuando bajaba con su bata de baño mientras tĂa Carmen (mi madre) y la abuelita dirigĂan el rosario en familia en la sala en donde se hacĂa el pesebre más grande que he visto en casa alguna de familia Noguera.
La casa estarĂa frĂa y llena de murmullos irreconocibles para los extraños. Pero la habitaciĂłn de la abuelita de seguro que aĂşn estarĂa cálida. Ese es el Ăşnico lugar de la casa en que el frĂo nunca ha podido llegar y la oscuridad jamás ha apagado la pequeña llama que está prendida junto a la imagen del Santo Cristo. Es un lugar lleno de calor de hogar, un sitio en el que no sĂ© si me podrĂa atrever a entrar porque se trata de un verdadero santuario; en donde aĂşn hay galletas frescas escondidas bajo la cama y botellas de vino y de brandy escondidas entre las sabanas del armario. Es el Ăşnico sitio del mundo en el que puedo ver las imágenes de los santos de mil estampitas mover sus ojos hacia mĂ.
No.
No serĂa capaz de entrar más allá del umbral de la puerta.
Me irĂa a dormir finalmente al Ăşltimo piso a pasar frĂo mientras me hiela el viento del páramo y se silencia el eco de las risas infantiles en las paredes.
El sol me sorprenderĂa en la mañana todavĂa un poco entumecido, pero tendrĂa de seguro una sonrisa en la cara al despertar y al sonarme la nariz saldrĂa de aquel cuarto riendo y diciendo algo como:
- ¡Carajo!… ¡DespuĂ©s de tantos años este cuarto aĂşn huele a peo!
…
Bueno. No sé si me atreva a visitar de nuevo la casa de La Grita. A veces siento que, de cierta manera, lo hago cada vez que la recuerdo.